Las magdalenas del desierto

Hace 15 años que no regresaba. Mi padre, aburrido del desierto, me trajo al verde valle central. La nostalgia y el fin de Chuquicamata nos empujaron a volver, era la ceremonia del adiós definitivo. Llegamos a Calama a media mañana, el sol reverberaba en la loza lo que presagiaba un día pesado, de aquellos que el desierto sostiene luminoso hasta bien entrada la noche. Arrendamos un pequeño auto y enfilamos a la mina, mi papá silencioso bajó la ventanilla izquierda pero el blanquecino polvillo nos provocó un concierto de estornudos como si una bolsa de pimienta se hubiese desparramado en nuestras caras. De las viejas casas nada quedaba, el imponente club con sus canchas de bowling parecía bombardeado, los grandes bolos negros que antes rodaran por las vitrificadas maderas hoy parecían viejas municiones de barcos piratas. Los altos pimientos de la plaza proyectaban su árida sombra, haciendo más inmenso el abandono. Nos estacionamos para estirar las piernas y recorrer aquellas calles que alguna vez en coche recorrí junto a mi madre. Merendamos las magdalenas que guardamos del avión y luego de un par de sorbos de las ya tibias bebidas iniciamos la caminata. La inmensa mole gringa del hospital desplegaba aún su fortaleza, pero al acercarnos, su verdad era otra, la fachada se mantenía en pie, el resto ya había sido demolido. El viento hacía sonar el cartel “urgencia” que pendía amenazante en la cornisa. Desde la explanada de ingreso recorrimos con la mirada el pueblo, es decir, sus ruinas. “Vamos a la tumba de tu madre” -me dijo- y bajamos con la ventisca del mediodía. ¿El cementerio también desaparecerá? No, los cementerios siempre se dejan en pie –me respondió-. Tirso Troncoso

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