La seducción de la calle


 ¡Oh raza desdichada de los mortales cuya vida es desmedida!

     Regresaba esa tarde de mi pega acalorada y chata con el agote de la semana. Casi por inercia prendí la tele y vi una multitud en la calle que desbordaba la pantalla. Un pantalón corto y una raída polera con ese rostro desencajado de King Crimson y mis aventureras zapatillas bastaban para salir. Busqué entre los cubiertos mi cuchara de palo que compré en la feria de Santa Lucía años atrás con el utópico proyecto de hacer mermeladas y mi cacerola en que caliento la sopa de fideos chinos. Bajé casi corriendo las escaleras, no estaba dispuesta a esperar el ascensor que en realidad pocas veces está disponible. Me sentí entusiasmada con esta pequeña locura de viernes en la tarde. La luminosidad que viene del poniente pinta los rostros de esa anaranjada vitalidad, las sonrisas y el infernal ruido de las cacerolas en medio del aire irrespirable que generan las fuerzas policiales tuve la intuición de que la vida debía y sería de otra forma. El guanaco, como monstruo ebrio, lanzaba su pestilente brebaje. Una horda verde, daba lumazos a diestra y siniestra. Como salí sin pensarlo, me olvidé del hambre que traía; compré un cuarto de pizza callejera, el gas pimienta la había dejado más picante, en realidad medio atorada, decidí empujarla con una chela que compré a un guachón que con un carro de feria arrastraba en medio de la multitud. Las banderas y los rayados, los perros, los gritos y el tenue sonido del río daban la escenografía perfecta para nuestras hambres de cambio. Sentía que a medida que recorría las calles, yendo a ninguna parte, estaba más cerca de mis entusiasmos. “No era depresión, era el capitalismo” leía en los muros. Cuando vi a un grupo de artistas interpretando a Violeta, sin más indumentarias que sus zapatillas, tuve la intuición que no habría marcha atrás. Me quedé hasta muy entrada la noche hablando con desconocidas, Santiago me parecía una inmensa plaza cargada de entusiasmos. En mi cabeza como mantra se repetía “únanse al baile”, me lancé a la cama a oscuras y no es mentira, soñé con el paraíso. Pasaron los días y poco a poco el virus se adueñó de la realidad y las calles, ahora desiertas, me recluyeron con su manto de fatalidad lleno de cruces en el horizonte . Con mi salvoconducto virtual volví a la calle para abastecerme y resistir el encierro. Los rayados callejeros ya desteñidos o borrados por los funcionarios municipales, casi todos emigrantes, cumplían a desgano la tarea. Las noches se fueron enfriando y busqué en el closet aquellos ovillos de lana de oveja que compré en Chiloé y me dediqué a tejer gran parte de los días; pensé en una larga bufanda o algo parecido, en realidad no me proponía a lo Penélope destejer en la noche, quería matar el tiempo en algo productivo. Tenía nostalgia de multitud, un deseo de nosotras, hambre de calles y encuentros, una urdiembre de nuevos entusiasmos que nos volvieran a despertar. La vista del departamento hacia el cerro San Cristóbal me permitía, al menos, sacar a pasear la mirada, pero saber que allí también había encierro, en ese zoológico en que los animales de la extensa sabana africana debían permanecer toda la vida en minúsculas dependencias, me deprimía. He hablado largas horas, el teléfono celular se ha transformado en un verdadero vaso comunicante, las penas van y vienen, al menos el manos libres me permite desplegar un largo monólogo frente al espejo, hay días que me subo a la trotadora hasta quedar exánime y lo hago simplemente para sentirme viva. Marco en el calendario cada día de encierro como si fuera un logro especialmente alcanzado. Un singular antojo se apoderó de mí, necesité volver a leer el Filoctetes, aquel noble griego que, herido en su pie, por la mordedura de una serpiente aullaba de dolor. Ulises no lo soporto y le abandonó en un islote perdido en el negro ponto; así estaba de abandonada a mi suerte en un noveno piso. Al poco andar la lectura descubrí la oscura motivación que me había llevado a él, sin duda que ese encuentro entre Neoptólemo, hijo de Aquiles y Filoctetes luego de diez años de soledad. No era la presencia de un hombre lo más conmovedor sino el escuchar su lengua en boca de otro. Cuando logro audir las risas y las voces lejanas de mis vecinos siento algo así como hambre de humanidad, tiendo a creer que la muerte de Paulo de Jolly, aquel poeta nacido a destiempo que quiso ser parte de la corte de Luis XIV y la de Guillermo Machuca, el teórico de arte que no fue capaz de soportar la menesterosidad del presente; no fue por el covid 19 sino de este hambre sustancial, ese que experimentara el personaje Kafka en ese ayuno interminable en la jaula que luego ocuparía una vigorosa pantera. Me temo que para muchos este apetito se prolongue en demasía y diezmadas nuestras energías concluyamos que el 18 de octubre fue el último intento serio de inventar una vida nueva. He cambiado de lugar la cama cien veces, una campesina me dijo que es un modo de confundir a la muerte. No tengo ningún interés de abultar el número de víctimas de este micro monstruo. Al inicio de la primavera, de hecho, congelé un puñado de óvulos para una futura y remota maternidad, gasté mis ahorros en ello y no estoy dispuesta a abandonarlos de por vida en un aséptico freezer. Lo que sí tengo claro que no los descongelaré si no hemos cambiado este feo y agónico mundo. Por ahora, canto a todo pulmón But I fear tomorow I’ll be crying. Tirso Troncoso

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