Registros urbanos





 Todo parecía fácil;  llamar al pan, pan y al vino, vino. Desde el Cratilo, ese viejo diálogo platónico, el problema de la rectitud de los nombres sigue planteándose problemáticamente. Hablar de tramas, circuitos respecto de las urbes es, sin duda, arrastrar juegos semánticos inhabituales, tanto para los conceptos, que son desplazados de sus ordinarios campos semánticos como ajenos al objeto respecto del cual ahora hablan. Ello es, a su vez, una nueva metaforización de la experiencia en la medida en que los conceptos desplazan sus márgenes de aplicación e instalan nuevos discursos encarrilados sobre un sistema de significaciones que se instalan como la nueva “verdad” de la experiencia.
Lo que no es posible hoy es “pecar de ingenuos” y creer que nos encontramos, por fin, en el cómodo habitáculo de la “verdad”, para usar la señera expresión nietzscheana, envueltos en un ejército de metáforas y metonimias, guardando en los bolsillos de la comprensión estos nuevos “tesoros” que no son más, para seguir en el juego metafórico  del corrosivo filósofo alemán: “monedas que han perdido su sello y ahora pasan por puro metal”.
Los nuevos ejercicios enunciativos, gestados en la vida cotidiana y popular del lenguaje harían imposible tanto las vías etimológicas como hermenéuticas para, al menos,  atisbar un origen de la significación que nos pueda llevar a entender expresiones  como: “estamos Liz Teylor” u otras equivalentes como “al tirante”; que se usan para referirse simplemente a expresiones del habla popular que hacen referencia al estar preparados o listos para emprender una acción o su consumación.
Tenía razón Wittgenstein cuando afirmaba la análoga metamorfosis de lenguaje y ciudad. Que consiste en que así como en la ciudad  se renuevan los barrios, otros se abandonan y los de más allá, que eran apacibles lugares de residencia, se han vuelto espacios de la juerga y  exceso. Así también el lenguaje experimenta transformaciones  y verdaderas revoluciones difíciles de prever y menos aun comprender  por quienes no han sido parte de su inserción en el habla de la tribu.
El río del lenguaje va tan rápido que quien se aleja de sus riberas corre el riesgo, paradojal, de ahogarse en el mar de la incomprensión. En una de ésas, sería razonable llenarnos los bolsillos de piedras y hundirnos en las palabras para desaparecer en ellas ante la imposibilidad de encontrar un cuarto propio, se suma a ello la necesidad del sucio dinero para escribir con mediana regularidad sobres las tramas, intersticios, pliegues, operaciones, intervenciones y tantos otros conceptos que hoy pueblan los textos académicos.
            Eso que ocurre con la dinamicidad del lenguaje ocurre también en otras esferas expresivas. Nos referimos a los ejercicios visuales callejeros y al muralismo espontáneo, a esas expresiones en que “los artistas visuales” no han metido sus manos y ejercicios de la memoria. En este relato nos referimos a aquellos discursos visuales de historias de barrios donde sus recursos plásticos son muy básicos y hablan en ese lenguaje naif, que es de un realismo infantil y por qué no decirlo, extremadamente conservador en su lenguaje.
            Nuestro análisis se orienta a evaluar tres expresiones  en el registro de la visualidad situadas en la Comuna de Peñalolén. La primera está ubicada en Avenida Grecia con calle 75, en las proximidades de la Rotonda del mismo nombre; la segunda, se sitúa en Consistorial con O´Higgins y finalmente, la tercera es el MAMO – Museo de Arte Modesto – ubicado en Antupirén con camino Al Sol, Comunidad Ecológica. En rigor, los dos primeros  registros son actos de intervenciones urbanas vecinales; diremos “espontáneas”, con todos los problemas que pueden traernos expresiones como aquellas. Y la tercera obedece de un modo paródico a la institución museológica gestionado por Alejandro Garros, uno de los fundadores de la llamada Comunidad Ecológica.
Los dos murales que hemos escogido si bien es cierto Que comparten una función conmemorativa distan radicalmente en la construcción de sus imaginarios, el primero está copado de signos, referencias futbolísticas y contenidos de carácter indígena. Allí no hay paisaje sino historia. El segundo, es más obediente a la tradición pictórica nacional, en cuanto es prioritariamente paisaje.
prioritariamente paisaje.                                  .

Respecto al primer registro, emerge en el contexto de las expresiones de las barriadas populares y las “identidades de las hinchadas futbolísticas”; constructo incentivado y/u promovido con mucho interés por  la dictadura de Pinochet. Estos registros han generado un conjunto de expresiones, tales como del muralismo urbano.
Hemos seleccionado uno de La Garra Blanca, nombre que se dieron los hinchas del popular equipo de fútbol local: Colo Colo. Este mural está centrado en el homenaje a unos de sus integrantes, al que reconocen como uno  de sus mártires – ver imagen. Junto a un conjunto de íconos propios de la barra del club popular se erige en el plano superior izquierdo el rostro del joven integrante de la barra colocolina. Es un retrato de carácter realista. Reparamos del personaje del mural su formalidad: está representado con camisa blanca y corbata; dos atuendos un tanto lejanos a la estética propia de  barras futboleras y una frase que reza “Solo Dios sabe cuánto te extrañamos”, en letras cursivas, con esa caligrafía extemporánea, diremos, barroca, para agregar luego las fechas de nacimiento y muerte 1977-2010, que nos recuerda esas estrategias de los recursos propios del arte colonial.  
Se destaca también un elemento decorativo del arreglo del pelo. Barthes ponía atención a los flequillos que loscineastas norteamericanos presentaban en el peinado de los romanos cinematográficos. Hablamos, qué duda cabe, de las “chasquillas” en nuestro lenguaje, esos cabellos que caen sobre la frente. En este caso, las chasquillas están representadas en el retrato conmemorativo como hebras brillantes y oscuras que “chasconean” el retrato. Diremos que, mediante ese gesto, se filtra un deliberado desorden en la brillante y ordenada cabellera del barrista.
No es casual el proceso imitativo que sus ídolos emanan en sus tan trabajadas cabelleras, infructuoso esfuerzo frente a tan indóciles cabelleras latinoamericanas. Recordemos que el escudo del club Colocolo representa a un indígena con su cintillo que mantiene ceñido el cabello al cuero cabelludo. Ésa es una de las licencias que se da el muralista para filtrar un breve indicio de desorden en el representado. Algo hace ruido en el artista para tener que incorporar ese elemento transgresor de la formalidad con la que construye el retrato. Luego, la  frase que sella el homenaje en su referencia a un discreto silencio respecto al dolor que experimentan sus cercanos, un secreto entre ellos y Dios, en relación  al duelo que viven quienes erigen el mural en cuestión.
La foto nos ofrece además de la publicidad de la bebida la presencia en primer plano de un quiltro que en pleno enero, en que la canícula hace estragos en las calles polvorientas de la comuna de Peñalolén, espera el registro fotográfico. Tendríamos que recordar que en esa hora ni un alma transita por esos pasajes. El alma en pena del barrista y, por supuesto, la del fotógrafo, buscan encontrar el habla para dar cuenta de esas pequeñas épicas barriales.
Si la imagen anterior nos refiere al mundo de la hinchada del fútbol, la segunda imagen mural representa a un joven frente al mar. En las calles más próximas a la pre-cordillera este mural atrae el océano a la proximidad de la Cordillera de los Andes. Nuevamente estamos enfrentados a aquellos recursos plásticos, hijos de la escolaridad tradicional, a aquella estética naif, ese realismo forzado por la deliberada voluntad mimética de la representación real. Es evidente que al ser la temática de la muerte que hermana a los dos murales sus diferencias se encuentran en los lenguajes como en cada uno de ellos esta es tratada.

Las significaciones comunitarias de estos dispositivos visuales, suerte de animitas barriales, son los monumentos conmemorativos de pequeñas comunidades que  exteriorizan plásticamente sus íconos emocionales. En el caso que hacemos referencia aludo a la muerte por inmersión de un joven de la comuna de Peñalolén. El modo de dejar registro de su desaparición en el espacio común es la conmemoración cotidiana bajo la forma de la representación realista que instala la permanente presencia del ausente.
Para usar la acertada expresión de Tanazaki  diremos que el mural conmemorativo instala una “punzante melancolía” en el cotidiano callejero de su entorno.
Lo que más llama mi atención es el arco dispuesto a la espalda del joven; diremos que es ese el elemento que introduce el componente metafísico a la representación o, si se quiere, la frontera entre lo sagrado y lo profano, por lo que podemos decir/afirmar que es la simbolización de lo hierofántico: el umbral de separación entre la vida y la muerte. El arco ocupa el centro del mural, por tanto, habla de su importancia frente al desplazamiento de la representación del sujeto que, evidentemente, ya lo ha cruzado y se ha puesto del otro lado de la vida.
El registro fotográfico agrega un elemento más de significación: la alcantarilla que está en línea con la imagen del joven, una suerte de insistencia inconsciente al destino de las vidas que, como diría el poeta del siglo XV, Jorge Manrique, “son los ríos que van a dar a la mar”. El resto de los elementos – el candelabro, la placa de mármol y las flores – dan señas claras que se trata de una “animita” más del entorno callejero de Peñalolén.
Cuando Freud aludía por vía analógica a la función conmemorativa de ciertos monumentos londinenses, explicando por vía analógica la conducta del neurótico frente a sus propios conflictos traumáticos que buscaban  expresar la fuerza que las emociones generan plasmando en la realidad lo que nos ocurre en la esfera de lo íntimo  Los nuestros son también monumentos conmemorativos locales, cercanos, propios de la barriada que deja en lo público su marca en el mural su dolor.
La exposición del dolor privado en el espacio público es un modo de obsequiarlo, de ponerlo disposición  de otro, de desnudarlo como marca íntima. Se cumple allí con lo que Didi- Huberman nos plantea: “la escisión entre lo que vemos y lo que nos mira”. Nosotros sujetos ajenos a la historia somos interpelados a mirar el dolor del otro bajo la forma silenciosa de la imagen.
Pensamos en un momento preguntar a los vecinos del entorno a qué se debía dicho homenaje pero preferimos no invadir la historia de dolor que subyace al mural; mantener aquella escisión que nos permite su recuperación mediante la fotografía y el texto pero no invadir con ello  su secreto.
                                     La modestia del museo o el museo de la modestia
MAMO


¿Quién lo duda? El humor es un arte peligroso. Desde Sócrates reclamando contra Aristófanes o un par de  islámicos asesinando caricaturistas en Francia dan cuenta que la cuerda floja por la que, con dificultad, se mueve el humor. Alejandro Garros ha logrado mantener a flote su modesto/humilde museo de Arte Modesto en la Comunidad Ecológica de Peñalolén. Comuna en la que residió, claro que de manera forzada pero muy cómoda Manuel Contreras, aquel temible personaje de la dictadura cívico-militar de Pinochet que tiene a su haber los crímenes más horrendos  de  nuestra historia. El apodo de tan abominable personaje, en el mundo de sus cercanos es “Mamo”: esa referencia es la que primero se nos viene a la cabeza cuando escuchamos dicha expresión.
El museo de Arte Modesto, del que no hay duda de su modestia no es para nada una apología del criminal sino una forma de equivocidad que mueve al desconcierto y a la hilaridad, un peligroso juego de referencias en el límite de lo risible y lo imperdonable.
Otra referencia más propia de la cuestión museológica es la proximidad con  MOMA, sigla con la que reconoce al Museo de Arte Moderno. Moma y Mamo parecen los apodos de padres cariñosos, de personas cercanas y bonachonas.  En esa ambigüedad se mueve el nombre de esta pequeña iniciativa individual de Alejandro Garros. Si bien es cierto, que su dispositivo museológico se puede entender también como galería de arte, dado que se exponen obras que no corresponden a los fondos de obras del “MAMO”, la permanencia de ciertos objetos que podríamos llamar desechos de la modernidad permanecen en exhibición junto a las piezas u objetos en exposición acotados al tiempo de muestra. 
Probablemente el más modesto de los homenajes realizados al Centenario de Nicanor Parra se realizó en dicho recinto. Sin duda el más apropiado para un autor que trabaja con la ambigüedad y la pluralidad de sentidos que los objetos ofrecen con acertada ironía.

Otro elemento que cabe hacer notar es que el ingreso a la sala de exposición es por una pequeña amasandería,  por el costado de un cilíndrico horno de barro. En cierto modo se trata de un espacio secreto, una suerte de un “clandestino” del arte. Algo se teje allí adentro o se amasan muchas cosas: el pan integral que anuncia el letrero es, sin duda, integral.
Del conjunto de “artefactos” de Parra que Garros seleccionó para mostrar en su espacio barrial, y a diferencia de las muestras oficiales en los lustrosos pisos de la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad diego Portales o el GAM, los objetos no aparecían reificados o auraticamente  presentados. Por el contrario, se exacerbaba  su modestia, su coloquialidad,  mostrándolos como lo que son: objetos a la mano, más que por su cercanía, por su remisión a su origen, a su función de uso.La imagen siguiente da cuenta de lo que estamos diciendo:;
; “el peso de la conciencia, ¿cuánto pesa?”. Sin duda que Mamo, MAMO y conciencia abren un horizonte de sentido que no es casual y menos ingenuo. El tarjetón o mejor dicho en la bandeja de cartón en que “nada es en bandeja”, todo habla irónicamente. Primero, se ríe de esa compulsión medidora de la racionalidad instrumental: ¿Cuánto pesa la mala conciencia? Tendríamos que responder ‘lo que pesa la bandeja de cartón’. Sin duda que seguimos bajo el monopolio de la “banalidad del mal”.
El machihembrado de la pared, esas tablas tan propias de las mediaguas pintadas de blanco, los objetos del entorno de la báscula, un ventilador roto, un pequeño duende, un cráneo festivo y una pequeña bota vaquera arrojados “espontáneamente” a su entorno nos obligan a decir algo de ellos. Ese viejo ventilador nos recuerda esas escenas del cine negro en que afiebradas oficinas de agentes buscan desentrañar complicadas redes del crimen organizado. Las botas, aquí infantilizadas,  han sido siempre expresión de los golpistas, de esos que pisotean todo a su paso. Cada uno de ustedes podrá seguir leyendo los objetos que hemos dejado sin comentar.


“Perdónenme la franqueza, no creo ni en la vía láctea”. La radical seriedad de la afirmación parriana nos habla desde el núcleo esencial de su obra: el escepticismo; pero no se trata de una forma de pesimismo, de un escepticismo nihilista. Más bien se trata del auténtico escepticismo irónico. Parra se rehúsa a la vía trágica del escepticismo que siempre terminan abrazando  alguna forma de religiosidad. Sin duda que el paso por Inglaterra le abrió las puertas a posiciones anti metafísicas poco comunes en las telúricas periferias latinoamericanas. Eso explica que no crea en la vía violenta, en Dios u otras hierbas consoladoras que nos llevan al autoengaño. No es casual que adose al cuadro lava solidificada, del Cordón del Caulle, para indicar la fragilidad del mundo en que nos encontramos. Recordemos que Parra tiene formación en matemática y en física; eso, sin duda, nos ofrece un potente antecedente de dónde proviene su escepticismo.

Es por ello que a él y a nosotros no nos queda otra cosa que “encogernos de hombros” y patear la perra hasta el final o  como planteaba Rodrigo Lira frente a la dictadura, comprarse un coyak y patear tarros de basura y esperar que el marasmo que nos embarga llegue a su fin.


“La sonrisa del Papa nos preocupa”, texto que hace referencia a la presencia en Chile de  Karol Wojtyla a fines de la década de los 80’. En 1987, precisamente. Parra pone allí “en bandeja” su posición ante dicha visita. Es sin duda una interpelación política que nada tiene de humorada. Por el contrario, afirma que no hay razón alguna en el Chile de aquellos años de repartir sonrisas; por el contrario, habría que llorar a gritos, a no ser que se  “tenga pacto con el diablo”. Interpela a Wojtila a preguntar por sus ovejas desaparecidas y de paso condenar al dictador (Pinochet) y no  hacer “la vista gorda”.
Finalmente haremos referencia a una última bandeja en la que Parra ve en el platonismo un último refugio para la ancianidad.
Sin duda que el pragmatismo parriano le obliga a tomar posición a estas alturas de su vida. Finalmente, la Anti poesía es también “una perra arisca que ladra contra su amor”, nos habría dicho Platón. Indicar al cielo no es necesariamente huida, es también un modo de no bajar el moño para resignarse a la mera sustancia.
No es casual que Parra opte por el más poeta de todos los filósofos.
Tirso Troncoso

                   

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