A propósito del autorretrato de Florencia Deisen  Manhey
            Desde que Levinas problematizara el ubi del rostro, describiendo a cambio una situación más próxima a la experiencia de la humildad; inclinación de la cerviz  frente a la ventanilla de un presidio, por ejemplo, el rostro  como centro de la reflexión se ha vuelto central en la reflexión estética. Las heridas que se infiere Raúl Zurita frente a las obras de Juan Dávila o la seguidilla de siluetas de rostros que Alfredo Jaar dispone en el Museo de la Memoria son expresión de esa tensión entre la cara y el rostro.
 El lugar del rostro no parece situarse precisamente en la cara o, al menos, parece trascenderla. Diremos, para acercarnos a lo que buscamos decir, que la cara es mera geografía y el rostro paisaje. La cara es lo dado, el rostro es aquello que construimos con y en ella. Aquí cobra significación el proceso productivo y la materialidad con la que Florencia edifica su rostro, infinitos fragmentos dan lugar a un proceso constructivo en que no se optó por el facilismo del trabajo computacional para luego plotear el conjunto de fotos. Aquí se asumió  la vía difícil del trabajo: montar una a una las fotos, produciendo traslapes que van dando forma a la constructividad  del rostro de la fotógrafa. Miles de fotos de su largo registro familiar en que pueden distinguirse  infinidad de texturas, pieles ajadas por el tiempo, diversas tonalidades que refieren  a su descendencia. Es un rostro erigido con la genealogía y el mundo de afectos en que la artista habita. No es la superposición en una foto matriz y el resto de las fotografías sobre él: la construcción del rostro está hecha de la materialidad de los otros; se trata de un hecho objetivo de la productividad. Diremos que ante la pregunta ¿quién soy? la artista debería respondernos: “una infinidad de dermis con historia”. O, simplemente, "soy muchos otros”, haciendo del rostro más un enigma que una certeza. Llama la atención el modo como resuelve la boca, son diversos labios lo que hacen los propios, a modo de metáfora, como si nos dijera mi boca está hecha de tantas bocas que me antecedieron o, si se quiere, mi boca habla por todas las otras,  desde el silencio de las que me antecedieron.
         La primera idea que se me vino a la cabeza con la obra de Florencia fue ese gigante que sale del mar en la obra Leviatán de T. Hobbes, ese monstruo hecho con los cuerpos de miles de hombres que representa el poder político encarnado en el soberano. En la obra hobbesiana cada uno de los hombres ha puesto en el soberano parte de sí, es decir, ha enajenado una dimensión de su poder, su fuerza en el soberano  a cambio de garantizar su vida y su propiedad. Se trata de un macro-hombre dispuesto a actuar cada vez que mi vida o mi propiedad se encuentran en peligro. Por tanto, cada vez que soy amenazado, todo el sistema político está puesto en riesgo.  En el caso de Hobbes se trata de un proceso artificial, resultado de un acuerdo obligado por las circunstancias, dado lo insoportable que es permanecer el estado natural. En el autorretrato de Florencia se trata de una construcción natural biológica y afectiva en que los otros son ella por sangre y por  la historicidad de los afectos.
El artificio fotográfico se pone al servicio finalmente de un proceso de conformación de identidad a partir del registro de la piel, no olvidemos aquel aforismo que reza: “nada más profundo que la piel”.
Tirso Troncoso
Profesor del Instituto Arcos




Escuela de Fotografía

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